Todos hablan de Angélica Rivera,
Enrique Peña, su “historia de amor”, las amantes del presidente, las cuestiones
privadas que son decisivas para la toma de decisiones en asuntos públicos y
visceversa. El tono de muchas notas de prensa con respecto a todos estos tópicos
es romántico, poseen un estilo que envidaría la mismísima Corín Tellado,
aquella famosa escritora de las novelitas rosas que la revista Vanidades incluía
en cada número, mismas que destilaban tremenda cursilería y hacían las delicias
de muchachas casaderas y señoras no tan bien amadas, entre otros públicos
femeninos menos sujetos al estereotipo. Esa es la narrativa que a mucha gente le
agrada y que me estoy autorizando a utilizar en este breve texto porque ¿Qué? ¿Los
demás sí pueden ser cursis y yo no?
Regresando al tema que nos ocupa, en serio ¿quién
no desea amar y ser amado? ¡Ah, el amor! Con sus goces y sus infiernos, sus
mieles y sus hieles, nadie se escapa de sus promesas y de los imaginarios que
evoca, más aún si pensamos en una sociedad como la nuestra, cuya educación
sentimental tiene sus referentes en las telenovelas. Por lo tanto, si hay que conocer
hechos escabrosos sobre la realidad, estos muchas veces son contados con
suavidad y románticamente, porque para cosas grotescas y burdas están las historias
de la prole.
Después de las insuficientes
explicaciones sobre el palacio, perdón, la Casa Blanca, lo único que ha quedado
claro es que Angélica Rivera, ex actriz de telenovelas, es más rica que el
Presidente de México. Mientras ella posee la capacidad económica para adquirir
varios inmuebles, entre ellos la ahora famosa Casa Blanca cuyo costo es de 7
millones de dólares, su marido, nuestro pobre presidente, apenas tiene unas
cuantas propiedades de ínfimo valor y modestos ahorros que ascienden a un poco menos de 17 millones
de pesos. En estas condiciones es evidente que él jamás podría permitirse comprar
y dar a su esposa los lujos a los que ella está acostumbrada, entre ellos un
hogar digno de una princesa y cumplir con su papel de proveedor. Es una
realidad, el presidente es menos pudiente que su mujer.
Es inevitable pensar en las
similitudes de la historia de amor presidencial con La Cenicienta, uno de los cuentos más conocidos, traducidos y
contados de todos los tiempos. Julien Greimas en su extraordinario análisis
semiótico de este cuento de hadas, contabilizo más de treinta versiones distintas
que fueron modificadas según la lógica espacio-temporal de la época en la que
se contaron. Desde la escalofriante narrativa de los Hermanos Grimm, hasta la
versión dulcificada de Disney, este cuento es siempre actual. Greimas explica
que es la historia de un casamiento (no es una historia de amor, no hay que confundirse)
en la que la heroína vence todos los obstáculos para ascender económica y
socialmente, propósito que sólo podía alcanzar mediante el matrimonio.
El pobre Enrique se encontraba sometido
a la humillación de realizar quehaceres administrativos menores, el Grupo
Atlacomulco era el dueño y señor de la casa en la que vivía y lo tenía muy
afanado en estas labores, parecía que su única posibilidad de elevarse económica
y socialmente era por la vía del matrimonio, por lo que el héroe de nuestra historia
enfocó todos sus esfuerzos en esa tarea y para ello contó con varios adyuvantes, es decir gente que le ayudó
en sus propósitos, entre ellos el entonces gobernador Arturo Montiel, Televisa
y los poderes fácticos.
Pero eso no era suficiente, había
que mostrarlo atractivo para lograr la seducción, tal como Cenicienta, Enrique
no era, pero tenía que parecer aquello que no era, aunque es obvio que se trata
de un engaño, eso es pecata minuta. Los
bellos vestidos y el afán por agradar al Príncipe aparecen en todas las
versiones de Cenicienta, ya que estos elementos son vitales para lograr la
seducción y el propósito de la protagonista, porque consumarían el engaño
mediante la artificiosa apariencia. En este caso, el largo y tortuoso camino
hacia el embellecimiento de Enrique había empezado años antes; maravillosos
padrinos y madrinas expertos en imagen física, lenguaje corporal y oratoria le
habían otorgado sus preciosos conocimientos; esos dones al igual que en una
versión medieval de Cenicienta no eran gratuitos, había que pagar un precio por
ellos o incluso eran retribución de favores otorgados por la protagonista en el
pasado.
La zapatilla es el objeto de
identificación de la identidad de Cenicienta, en este caso es claro que nuestra
zapatilla es la Silla del Águila. En cuanto la princesa supo que estaba clara y
definida la candidatura, no dudó más, él era el indicado ya que esa silla tan
especial le iba a calzar a nuestro moderno Ceniciento.
Pero aún había obstáculos a vencer,
los denominados oponentes por
Greimas, entre ellos una boda religiosa que la princesa había contraído años
antes, razón por la cual Enrique y su princesa tuvieron que viajar muy lejos, a
un reino muy lejano para formalizar la anulación de este matrimonio religioso y
poder de esta manera casarse “como Dios manda”. Fue una hermosa boda, todo el
reino estuvo allí. Esta historia de Cenicienta a la mexicana tuvo un final
feliz, la princesa de las telenovelas, poseedora de una gran riqueza, le otorgó
a nuestro Ceniciento todo lo que no tenía, le dio un bello palacio y sobre todo
lo elevó de su humillante condición de pobreza.
MOA.